Cuento Corto-El vuelo de las luces-
- María Guadalupe Ortega
- 9 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 20 ago

Aprender a volar sin alas, sería la primera prueba que enfrentarían las luces de colores, antes de retornar a casa. Algunas pasaban directo a la estación del peaje a cargar sus baterías mientras otras, las más osadas; ajustaban sus cinturones animándose a saltar con gran impulso, hasta caer en algún punto necesario del trayecto, donde el viento las impulsaría nuevamente, para iniciar su recorrido.
Era así como cada año, la tierra se iluminaba con luces brillantes cargadas de energía; otras veces, con luces fugaces y luces difíciles de identificar por sus tenues destellos, todo dependería del carácter y el diseño de cada una; muchas de ellas, destinadas a brillar intensamente desde su primer día mientras que otras, las más tímidas y silenciosas, destinadas a pasar desapercibidas pacíficamente, iluminando el viaje de las demás con mucha dedicación. Dentro de éste mismo grupo, estarían también, algunas cuya luz se iría amplificando cada vez con más fuerza, durante su trayecto.
Independientemente de las misiones asignadas desde el tercer cielo de donde provenían, tomaban las alturas como pistas de baile, revoloteando de un lado al otro como lo hacen las aves más espléndidas que surcan los cielos durante el día, pero, a diferencia de ellas, el grupo de las lucecitas no tenían alas que presumir, ni tampoco nada que demostrar ya que su luz propia, era testigo de su esencia y aunque tenían que aprender a volar por su cuenta; eran impulsadas frenéticamente por su fuente de luz abriéndose espacio, en la inmensidad del firmamento.
Desde el inicio, todo fue pensado desde un diseño original único pero muy exigente y aunque no tenían alas, gozaban de otros privilegios y una fuerza etérea, que las impulsaba a gran velocidad, mostrando capacidades únicas y diversas, entrenadas más allá del sol.
Estas capacidades las irían descubriendo cada una en su propio vuelo, por eso cuando entraban en la oscuridad o topaban con fuertes turbulencias, nada las asustaba, ni tampoco las desenfocaba. Sabían ejercer su rol con mayordomía, tenacidad y mirada fija hacia el horizonte, sin desconectarse de su fuente.
Aquellas personas curiosas que de vez en cuando se detenían a observar cuidadosamente desde la tierra, mientras colgaban de la rueda de Chicago, unos cabeza arriba y otros cabeza abajo; esperaban su turno mientras la rueda giraba para estar arriba y ser espectadores exclusivos de todas las piruetas y ver de cerca aquel juego en el cielo y los hermosos destellos de colores entre las luces, al mezclarse unas con otras y, aunque cada una brillaba con luz propia, los espectadores de la rueda eran testigos de un dato curioso que ellas ignoraban: -Una misma luz las mantenía unidas guiándolas en todo el trayecto-.
En los veranos más luminosos, se les observaba desplazarse a gran velocidad y cuando entraba el invierno o la oscuridad y algunas de ellas quedaban rezagadas, unían esfuerzos para sobrepasar el mal tiempo. Ninguna competía, ya que sabían que su principal función era complementarse la una con la otra y así lograban fortalecer su intensidad luminosa, que las impulsaría para llegar hasta la meta.
Las luces también tenían la capacidad de reconocerse entre sí y apoyarse cuando fuese necesario, acatando al pie de la letra las indicaciones recibidas durante el entrenamiento al momento de sacar su licencia de vuelo.
Era así como todos los años, el firmamento se llenaba simultáneamente de luces de colores y la rueda de Chicago, por su parte, de curiosos y espectadores. Cada equipo era perfectamente instruido antes de salir, con seguridad, fuerza y confianza para emprender su recorrido y aún en mal tiempo; como parte del plan de vuelo acordado, había siempre otra luz cercana, dispuesta a alumbrar el camino mientras la otra recuperaba su potencia. La coordinación entre ellas y los relevos, les permitían avanzar haciendo pausas en el camino. La estrategia de vuelo era simple pero efectiva: en cada descarga de energía, las que venían detrás impulsaban el vuelo de las demás y éstas; posterior a su recuperación, tomarían de nuevo su posición para impulsar a las otras, y así sucesivamente.
Con ésta idea clara, todas se mantenían firmes y congruentes a su vocación de ser luces iluminando la tierra y pese al mal tiempo o la oscuridad momentánea; nunca olvidaban su misión ni tampoco su origen.
Renunciar a su esencia era imposible y tenían claro que más allá de llegar a la meta, lo verdaderamente importante era el proceso de iluminar los cielos cada día y mostrar el camino a las demás luces compañeras, durante todo el viaje.